Aterrizar en Eldorado, hacer una fila rápida en inmigración y pasar de una por la aduana –parece de milagro- nos facilitó reconocer de una la realidad que buscábamos: Colombia. Bien desconcertados estaban nuestros sentimientos.
Lo más amable y rico de esta espera allí –como una especie de ángel que aparece y realiza un milagro- fue el almuerzo con Martha y Luisa, en Crepes and Wafles. No por la comida –que estuvo bien- sino por el reencuentro, por la alegría que nos dio verlas a Clau y a mí, y por la conversación sin freno hasta que debíamos abordar el vuelo al José María Córdoba.
Llegar al aeropuerto de Rionegro era saber que tocábamos al final la tierra prometida –no precisamente en el sentido bíblico- a pesar de las malas noticias frecuentes, de la lluvia de todos los días, y sobre todo de la indefinición sobre el destino final de nuestro viaje y de nuestras búsquedas recientes.
El sueño estaba cumplido, acabado, en el sentido existencialista. Lo que quisimos, calculamos, planeamos y realizamos, la experiencia de Londres para Clau y para mí, quedaba ya convertida en experiencia acumulada, en ganancia y en recuerdo.
Desde entonces dije, cuando me han preguntado en genérico cómo estoy, que me siento como si acabara de salir de una película que necesito digerir.