sábado, 29 de diciembre de 2007

Navidad en Westminster


Como no había mucho que hacer en el centro de Londres el 24 de diciembre por la noche, decidimos entonces acogernos a la mejor opción: la misa de navidad en la Abadía de Westminster, a las 11:30. Eran varios los atractivos. Uno, conocer esa iglesia por dentro, que ya desde su exterior de gótico tardío es majestuosa. Dos, comparar la ceremonia anglicana con la católica. Y tres, escuchar el famoso coro de la Abadía, que esa noche iba a interpretar nada menos que la Missa Sancti Nicolai, de Franz Joseph Haydn.
Hacer la fila en las afueras, al pié de la Torre de Londres, con bastante frío, valió la pena. Hicimos una entrada ordenada, nos acomodaron y al momento comenzó un concierto de órgano que duró mientras todo estaba listo y se llegaba la hora en punto en la que el Muy Reverendo Dr. John Hall, Dean of Westminster, comenzaba la ceremonia. En el concierto, que hacía retumbar la iglesia, se escucharon obras de Bach, Grigny, Peeters, Messiaen y Dupré.


La cosa fue como asistir a una eucaristía católica. Casi igual. Algunos momentos de la ceremonia cambian de "puesto", pero las oraciones y las respuestas de los asistentes son iguales. Solo que en inglés. El atractivo en medio de la ceremonia, cuya solemnidad se aumentaba por el escenario mismo, era el coro. Tres voces de hombres y dos voces de niños, en una armonía perfecta, con el fondo del órgano.

Tuvimos la fortuna de escuchar, además de la música de Haydn, algunos villancicos clásicos, en los que se daba participación a los asistentes. Forest Green, melodía tradicional inglesa recogida por Philips Brooks en la segunda mitad del siglo XIX; Winchester Old, publicada en el salterio de Thomas Este en 1592 en versión de Nahum Tate, de finales del siglo XVII; Adeste Fideles, de John Fancis Wade, del siglo XVIII, traducida del latín al inglés por Frederick Oakeley en ,el siglo XIX; Noche de Paz, de Franz Gruber, en versión inglesa de Josef Mohr, en el mismo siglo, y una pieza de Felix Mendelssohn, primera mitad del XIX. Ese si fue un regalo de nochebuena.

Salimos de la Abadía a la una de la mañana y la ciudad estaba extrañamente solitaria. Muy poco tráfico. Casi nadie distinto a los que estábamos en la zona, pocos autos, cero buses y estaciones de tren y de metro cerradas. Nos tocó dar vueltas, de una estación a otra en busca de transporte, pues estábamos muy lejos de casa. Cansados, con frío y hambre y espantados por la sola idea de amanecer caminando por estos parajes desolados, tuvimos que tomar un taxi. Ese taxi fue el único lujo que nos dimos esa noche.

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