A Luis Alberto Lopera Restrepo lo vi por primera vez en Medellín, en enero del 79, unos tres meses antes de la circulación del periódico El Mundo. Estaba recién egresado de la carrera de comunicación social-periodismo de la Universidad de Antioquia, había sido seleccionado para hacer parte del equipo fundador del periódico y le sobraba el entusiasmo.
A Lopera, mi amigo, lo vi por última vez a finales de agosto del 2001, en su apartamento de Bogotá, donde yo viví el último mes en esa ciudad antes de irme a Medellín a trabajar en la Universidad de Antioquia, a la misma facultad de la que él había egresado. Por ese viaje definitivo, yo estaba ansioso.
Lopera fue un periodista destacado en El Mundo. Y a base de vernos todos los días, de discutir sobre la profesión, de enfrentar los múltiples retos de una empresa naciente y de compartir aguardientes por las noches –y de muchas otras cosas de la vida cotidiana- terminamos siendo muy buenos amigos. Como lo era él entonces de Alonso Mejía Restrepo, otro compañero que pocos años después terminaría con su vida en un accidente vehicular en una carretera veredal en Andes, Antioquia, también en una navidad.
Recuerdo cuando un domingo por la mañana me llamó Lopera a mi apartamento en Bogotá, cuando ya los dos nos habíamos marchado de El Mundo ante la fatiga de mucha exigencia y poca retribución, a decirme con voz quebrada que Alonso se había matado en Andes. Ese día estuvimos juntos en mi casa y nos mirábamos a la cara, atónitos.
Lopera trabajó como jefe de redacción en el Ciep, una agencia de prensa de El País, en Bogotá, dirigida entonces por Jorge Téllez. Yo lo había sugerido para ese cargo. Y después pasó a ser editor de la Revista Negocios, hoy desaparecida y antecesora de Dinero y otras por el estilo, cuyo director era Emiro Aristizábal. Lopera se entregó a esa publicación con alma, vida y sombrero, como decimos.
LA HISTORIA DE SU VIDA
Vivía solo, pues ya estaba separado de Amanda Rodríguez. Su apartamento era un primer piso de una alcoba, austero como el de un monje benedictino, en la séptima con cuarenta y pico. Allá lo visitaba yo de vez en cuando. Charlábamos interminablemente, de todo, pero siempre alrededor del periodismo, sin remedio ni nostalgias, hasta que le veíamos el fondo a la botella.
En esa época del apartamento de la séptima, Lopera se mantenía aferrado a una historia impresionante, hermosa, sobre la que mantenía una paciencia sin quiebres. Había conocido muchos años antes, en la casa de Alonso Restrepo, en Andes, a Aura. Ella era una de las hermanas menores, apenas preadolescente, y a Alberto se le había metido en la cabeza que iba a esperarla porque ella iba a ser su esposa. Nunca he conocido una persistencia semejante.
Nada indicaba que Aura se iba a interesar en Lopera como para que él se entusiasmara. Pero él insistía. Entiendo que le escribía, la llamaba, en fin. Lo cierto fue que Aura entró a la Universidad Bolivariana, en Medellín, y allí tuvo un novio. Aún así Alberto seguía firme, a la expectativa, seguro de que su amada volvería algún día el rostro hacia él para hacerle el guiño definitivo. Y así sucedió.
Después de que Aura fuera a Bogotá a un seminario relacionado con su carrera, se cuadraron, como decíamos. Alberto bailaba en un pié y no cabía en el pellejo. Ni yo podía entender, admirado, lo que estaba sucediendo. Si alguna vez he visto un imposible afectivo, ese era. Pero además, para colmo, Lopera no se quería casar hasta no comprar un apartamento y dotarlo de lo necesario. Por eso, cuando todo estuvo a punto, se casaron y Aura se fue a vivir, obvio, a la capital. Allá nació Laura.
LOS OTROS TRABAJOS
Lopera fue a parar, gracias al trabajo que hacía en Negocios, a El Tiempo, como subeditor de economía. Dos o tres años después era el editor de la sección más influyente del diario. Salió de allí para trabajar como jefe de comunicaciones y prensa del Seguro Social, cuando lo dirigía el intenso de Carlos Wolf, quien lo perseguía a través del teléfono celular día y noche. Y finalmente, su último trabajo fue en la Federación de Cafeteros, en el mismo cargo, desde finales del ejercicio de Cárdenas Gutiérrez y todo lo que va del actual, en manos de Gabriel Silva, quien a propósito pronunció un breve discurso emocionado y reconocedor en la ceremonia fúnebre de Alberto en Medellín.
Lopera fue un periodista sin pausa, entregado, serio, riguroso, a veces demasiado obsesivo. Todo le marchaba como un reloj, todo le salía bien y se llevaba igualmente con las personas. Amable, sonriente, servicial. Pero era mejor amigo. Sus demás amigos pueden decirlo por mi.
Nos dejábamos de ver por largos periodos después de que almorzábamos juntos una vez a la semana. Creo que sus responsabilidades en El Tiempo lo reconcentraron demasiado. Ya ni conversábamos por teléfono siquiera. Pero nos reencontrábamos y era como si nada, como si no hubieran pasado los meses. Y eso me mantenía cerca de él, de sus cosas, de su cotidiano.
A Luis Alberto Lopera Restrepo, mi amigo, tuve que despedirlo desde Londres, con la garganta hecha un nudo y con la pena de no haber podido estar presente en su funeral, en Medellín, un domingo de la mitad de diciembre del 2007. Supe de su muerte trágica y repentina una noche por boca de una de mis hijas que me dijo por skype, lo más calmadamente posible, que se había chocado contra una tractomula –o al contrario- en el sector de Cota, cerca de Bogotá, a la salida de la fiesta de fin de año de la Federación de Cafeteros para los periodistas económicos. Fue cuando me recorrió un temblor frío por dentro.
A Lopera, mi amigo, lo vi por última vez a finales de agosto del 2001, en su apartamento de Bogotá, donde yo viví el último mes en esa ciudad antes de irme a Medellín a trabajar en la Universidad de Antioquia, a la misma facultad de la que él había egresado. Por ese viaje definitivo, yo estaba ansioso.
Lopera fue un periodista destacado en El Mundo. Y a base de vernos todos los días, de discutir sobre la profesión, de enfrentar los múltiples retos de una empresa naciente y de compartir aguardientes por las noches –y de muchas otras cosas de la vida cotidiana- terminamos siendo muy buenos amigos. Como lo era él entonces de Alonso Mejía Restrepo, otro compañero que pocos años después terminaría con su vida en un accidente vehicular en una carretera veredal en Andes, Antioquia, también en una navidad.
Recuerdo cuando un domingo por la mañana me llamó Lopera a mi apartamento en Bogotá, cuando ya los dos nos habíamos marchado de El Mundo ante la fatiga de mucha exigencia y poca retribución, a decirme con voz quebrada que Alonso se había matado en Andes. Ese día estuvimos juntos en mi casa y nos mirábamos a la cara, atónitos.
Lopera trabajó como jefe de redacción en el Ciep, una agencia de prensa de El País, en Bogotá, dirigida entonces por Jorge Téllez. Yo lo había sugerido para ese cargo. Y después pasó a ser editor de la Revista Negocios, hoy desaparecida y antecesora de Dinero y otras por el estilo, cuyo director era Emiro Aristizábal. Lopera se entregó a esa publicación con alma, vida y sombrero, como decimos.
LA HISTORIA DE SU VIDA
Vivía solo, pues ya estaba separado de Amanda Rodríguez. Su apartamento era un primer piso de una alcoba, austero como el de un monje benedictino, en la séptima con cuarenta y pico. Allá lo visitaba yo de vez en cuando. Charlábamos interminablemente, de todo, pero siempre alrededor del periodismo, sin remedio ni nostalgias, hasta que le veíamos el fondo a la botella.
En esa época del apartamento de la séptima, Lopera se mantenía aferrado a una historia impresionante, hermosa, sobre la que mantenía una paciencia sin quiebres. Había conocido muchos años antes, en la casa de Alonso Restrepo, en Andes, a Aura. Ella era una de las hermanas menores, apenas preadolescente, y a Alberto se le había metido en la cabeza que iba a esperarla porque ella iba a ser su esposa. Nunca he conocido una persistencia semejante.
Nada indicaba que Aura se iba a interesar en Lopera como para que él se entusiasmara. Pero él insistía. Entiendo que le escribía, la llamaba, en fin. Lo cierto fue que Aura entró a la Universidad Bolivariana, en Medellín, y allí tuvo un novio. Aún así Alberto seguía firme, a la expectativa, seguro de que su amada volvería algún día el rostro hacia él para hacerle el guiño definitivo. Y así sucedió.
Después de que Aura fuera a Bogotá a un seminario relacionado con su carrera, se cuadraron, como decíamos. Alberto bailaba en un pié y no cabía en el pellejo. Ni yo podía entender, admirado, lo que estaba sucediendo. Si alguna vez he visto un imposible afectivo, ese era. Pero además, para colmo, Lopera no se quería casar hasta no comprar un apartamento y dotarlo de lo necesario. Por eso, cuando todo estuvo a punto, se casaron y Aura se fue a vivir, obvio, a la capital. Allá nació Laura.
LOS OTROS TRABAJOS
Lopera fue a parar, gracias al trabajo que hacía en Negocios, a El Tiempo, como subeditor de economía. Dos o tres años después era el editor de la sección más influyente del diario. Salió de allí para trabajar como jefe de comunicaciones y prensa del Seguro Social, cuando lo dirigía el intenso de Carlos Wolf, quien lo perseguía a través del teléfono celular día y noche. Y finalmente, su último trabajo fue en la Federación de Cafeteros, en el mismo cargo, desde finales del ejercicio de Cárdenas Gutiérrez y todo lo que va del actual, en manos de Gabriel Silva, quien a propósito pronunció un breve discurso emocionado y reconocedor en la ceremonia fúnebre de Alberto en Medellín.
Lopera fue un periodista sin pausa, entregado, serio, riguroso, a veces demasiado obsesivo. Todo le marchaba como un reloj, todo le salía bien y se llevaba igualmente con las personas. Amable, sonriente, servicial. Pero era mejor amigo. Sus demás amigos pueden decirlo por mi.
Nos dejábamos de ver por largos periodos después de que almorzábamos juntos una vez a la semana. Creo que sus responsabilidades en El Tiempo lo reconcentraron demasiado. Ya ni conversábamos por teléfono siquiera. Pero nos reencontrábamos y era como si nada, como si no hubieran pasado los meses. Y eso me mantenía cerca de él, de sus cosas, de su cotidiano.
A Luis Alberto Lopera Restrepo, mi amigo, tuve que despedirlo desde Londres, con la garganta hecha un nudo y con la pena de no haber podido estar presente en su funeral, en Medellín, un domingo de la mitad de diciembre del 2007. Supe de su muerte trágica y repentina una noche por boca de una de mis hijas que me dijo por skype, lo más calmadamente posible, que se había chocado contra una tractomula –o al contrario- en el sector de Cota, cerca de Bogotá, a la salida de la fiesta de fin de año de la Federación de Cafeteros para los periodistas económicos. Fue cuando me recorrió un temblor frío por dentro.
5 comentarios:
Hay momentos en que creer en algo se torna súmamente difícil... la vida nos juega un poco sucio y se siente un vacío tal que es casi imposible llenarlo. Haber perdido a Luis Alberto de la forma tan absurda como lo perdimos ha sido una de las cosas más horribles por las que hemos tenido que pasar. Y uno sabe que tiene que seguir adelante, que las cosas son así... hasta dicen que para todo hay una razón... pero duele tanto tanto que se hace difícil respirar. Lo extrañamos demasiado y saber que alguien, lejos de acá, también lo extraña y recuerda, al menos a mi me tranquiliza un poco porque se que vivió como tuvo que vivir, porque se que dejó huella en el mundo. Me queda la certeza de saber que permanecerá entre nosotros (familia y amigos) mientras lo recordemos como el gran hombre que fue.
Gracias por todo!!!
lo siento mucho de nuevo...abrazos desde aqui
Pasan los días y eso no cura el dolor, todavía la nostalgia y el recuerdo me lleva a leer lo que escribieron en Internet las personas que lo recuerdan, agradezco muchísimos las palabras que aquí se publican, permiten dejar rastro de la persona que fue y será siempre entre nosotros. Permanecerá siempre en nuestros corazones y será un ejemplo de persona que nunca, nunca olvidaremos.
Un abrazo y gracias por regalarnos este artículo en su blog.
Claudia, aún ando detrás de datos sobre Aura para hablar con ella.
Le ruego a quien lea esto y sepa el correo o el tel. de Aura Mejía que me lo envíe por aquí, por favor.
Gracias.
Lamicé
Aún me recorre el escalofrío por el cuerpo. Desde la distancia, tras el auricular, escuché la voz de mi madre decirme: siéntate por favor, tengo algo que contarte. NO sabía que era, pero cuando de su discurso de palabras salió la palabra muerte y luego Luis Alberto...se hizo un vacío en mi estomágo y me desplome en el sillón de mi salón comedor, mientras las lágrimas se atropellaban por salir de mis ojos. Sentí que la vida me hacía una mala jugada porque deseaba con ansias volver a ver a mi primo cuando viajase a Bogotá, quería que conociése a mi hijo y a mi esposo, pero ya no era posible, entonces, recordé aquél momento en el cual a manera de despedida me dió consejos que hoy guardo en lo más profundo de mi corazón. Aún me parece una mentira profunda cual película de Orson. Me cuesta hacerme a la idea de que, algún día si vuelvo a Colombia, de paso, no va a estar él. Un gran periodista a quién jamás le expresé mi admiración por su desempeño profesional, simplemente, me lo reservé. Pero además, una gran persona con un carisma impresionante. Todavía hoy, busco en internet noticias sobre su vida, para hacerme a la idea de que aún está flotando en el aire. Y hoy, por aparición cuasi mágica encuentro esta página con un artículo tan profundo y sentido de alguien que también caminó y con más ahínco con él. Gracias por estas palabras y porque me recuerdan a mí, una promesa hecha por última vez en Bogotá a mi primo a quien de broma le dije: ni que fuese la última vez que nos vemos, volveremos a encontrarnos, seguro que sí. Pero, su bendita carta de la vida, tenía previsto que fuese nuestra despedida y en los sueños, vuelvo a sentarme en ese pequeño espacio con él y mientras nos tomamos un café.
Publicar un comentario