El verano fue una exhalación. Una especie de mascarada. Si mucho tuvimos una semana de calor en serio –alrededor de los 30- contando días dispersos. Y ya. Llovió más de la cuenta, se hizo gris y nublado e incluso frío. Templadito, más bien.
Y el otoño, que apenas lleva dos semanas, apunta helado. Algunos días de sol deslumbrante pero de vientos para calar huesos. Lo que me hace pensar desde ahora en el invierno. Aunque no me preocupa.
El otoño me entretiene, me abre los ojos como ventanas colosales. Puedo ver cómo todo lo verde, casi todo en verdad, se va tornando amarillo, naranja, rojo, granate, tierra. El otoño es el despliegue de los colores, el desafuero de los cambios.
El cielo va y viene, se abre, se cierra, es azul, tremendamente limpio, o es gris, decididamente plomizo. Y la temperatura me recuerda la bogotana, tan rica con un buen saco.
Londres se viste para la temporada. No cesa su actividad, no se amedrenta su fuerza, su ciclo inacabable, su efervescencia sin freno. Y todos hacemos parte de ese transcurrir que vemos interrumpido apenas por la muerte de una paloma o la de algún vecino del barrio.
1 comentario:
Imagino lo estimulante que ha de ser estar en una ciudad que nunca cesa.
Saludos (:
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