lunes, 23 de marzo de 2009

Fue un placer!!!

Aterrizar en Eldorado, hacer una fila rápida en inmigración  y pasar de una por la aduana –parece de milagro- nos facilitó reconocer de una la realidad que buscábamos: Colombia. Bien desconcertados estaban nuestros sentimientos.  

Lo más amable y rico de esta espera allí –como una especie de ángel que aparece y realiza un milagro- fue el almuerzo con Martha y Luisa, en Crepes and Wafles. No por la comida –que estuvo bien- sino por el reencuentro, por la alegría que nos dio verlas a Clau y a mí, y por la conversación sin freno hasta que debíamos abordar el vuelo al José María Córdoba.

Llegar al aeropuerto de Rionegro era saber que tocábamos al final la tierra prometida –no precisamente en el sentido bíblico- a pesar de las malas noticias frecuentes, de la lluvia de todos los días, y sobre todo de la indefinición sobre el destino final de nuestro viaje y de nuestras búsquedas recientes.   

El sueño estaba cumplido, acabado, en el sentido existencialista. Lo que quisimos, calculamos, planeamos y realizamos, la experiencia de Londres para Clau y para mí, quedaba ya convertida en experiencia acumulada, en ganancia y en recuerdo.     

Desde entonces dije, cuando me han preguntado en genérico cómo estoy, que me siento como si acabara de salir de una película que necesito digerir.

Año y medio en Londres... ¡Fue un placer!

Miami, el último paso


Después fuimos a Miami, dos días donde Jose y Sara (otro Jose, claro) y día y medio donde Tere y Álvaro.

Con Jose y Sara me había visto en Londres a su regreso de un paseo a Egipto e Israel, incluida Tierra Santa, pues mi viejo amigo bogotano es diácono católico, sí, de esos que trabajan en serio con la diócesis, ofrecen homilías en distintas ceremonias y tienen responsabilidades con una comunidad.

Fue estupenda la noche de un viernes, los cuatro en el patio cubierto de su casa de North Mami, alrededor de una mesa en la que de una parrilla salían camarones, espárragos, champiñones y gambas. Y de una botella negra un vino tinto estupendo.

Como refrescante aquella noche siguiente dedicada al Wii, una novedad para nosotros y que nos permitió jugar y divertirnos hasta el cansancio.

Por su parte, Tere nos mostró su Miami, algunos recovecos, calles viejas y barrios de todas las condiciones. Y estuvo pendiente en casa cada minuto, con devoción. Hasta que Álvaro madrugó a las tres y media de a mañana con nosotros, para dejarnos en el aeropuerto.

A esas alturas, la ansiedad nos mantenía medio despiertos, con un sudorcillo pegajoso sobre la piel, con el estómago apretado y el pulso al vuelo.

El clima de la ciudad nos dejaba sentir más cerca los aires calientes de Colombia.

El remanso de Jose y Alonso




Salir de San Francisco, una ciudad no solo hermosa, conservada, atractiva, sino también con carisma, fue nostálgico. Y despedirnos de Mae y de Josh, en el aeropuerto, fue lo más difícil. Pero es el precio que se paga por las visitar a quienes amamos. Así suene a lagrimeo. Porque verlos bien contentos con su vida, organizados y con planes, fue lo mejor de esta experiencia.

Llegamos al otro día por a mañana -25 de febrero- a Charlotte, en Carolina del Norte, y unas horas después a West Palm Beach, en La Florida, donde nos esperaba Jose.

Compartir con ellos más de una semana, fue estupendo. Mientras Alonso trabajaba, Jose vivía pendiente de nosotros. Su apartamento era un remanso, un espacio armonioso que nos llenaba de tranquilidad en este largo y ansioso viaje de regreso a casa. Pero no era todo. Patricia, Mario y Olga también estaban pendientes, atentos, llenos de afecto y de detalles. Estar con todos ellos, por turnos, salir a conocer de la mano de Jose y Alonso, participar en los almuerzos de Mario, acompañar a Patricia, acariciar a Machi y jugar con Whisky, resultó una especie de ocasión especial para la conversación, para la charla extendida y sincera que da pie al afecto.

 

El Golden Gate maravilloso



 En mi memoria estaba el Golden Gate desde siempre. Desde que recuerdo. Y tener ahora, al cabo de los años, la oportunidad de verlo desde lejos, de asombrarme ante su belleza, y sobre todo de recorrerlo, despacio, saboreando su enormidad, su vieja belleza, su altura y el paisaje de su entorno, resultaba para mí una fantasía lograda. Casi un imposible.

Fuimos Clau y yo una tarde con Mae. A la ida, el tiempo era precioso. El viento nos empujaba por detrás y nos obligaba a veces a caminar rápido. Y al regreso, ya en pleno poniente, teníamos la brisa en contra y debíamos apretar más el paso pues llovía con persistencia.

El Golden Gate comunica  un extremo de la península en la que se halla San Francisco con el otro extremo del continente. Y con sus ochenta y pico de años permanece impertérrito, rojizo y firme en esa boca que separa la bahía del mar abierto, del enorme Pacífico.

Recorrerlo fue una emoción continuada, intensa e increíble. El paisaje me mantenía absorto, embebido, boquiabierto. Y su altura sobre el mar me permitía la sensación de volar en un enorme buque sin casco que apenas tocaba las aguas heladas con sus dos impresionantes patas de acero.