lunes, 23 de marzo de 2009

El Golden Gate maravilloso



 En mi memoria estaba el Golden Gate desde siempre. Desde que recuerdo. Y tener ahora, al cabo de los años, la oportunidad de verlo desde lejos, de asombrarme ante su belleza, y sobre todo de recorrerlo, despacio, saboreando su enormidad, su vieja belleza, su altura y el paisaje de su entorno, resultaba para mí una fantasía lograda. Casi un imposible.

Fuimos Clau y yo una tarde con Mae. A la ida, el tiempo era precioso. El viento nos empujaba por detrás y nos obligaba a veces a caminar rápido. Y al regreso, ya en pleno poniente, teníamos la brisa en contra y debíamos apretar más el paso pues llovía con persistencia.

El Golden Gate comunica  un extremo de la península en la que se halla San Francisco con el otro extremo del continente. Y con sus ochenta y pico de años permanece impertérrito, rojizo y firme en esa boca que separa la bahía del mar abierto, del enorme Pacífico.

Recorrerlo fue una emoción continuada, intensa e increíble. El paisaje me mantenía absorto, embebido, boquiabierto. Y su altura sobre el mar me permitía la sensación de volar en un enorme buque sin casco que apenas tocaba las aguas heladas con sus dos impresionantes patas de acero.

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