En mi memoria estaba el Golden Gate desde siempre. Desde que recuerdo. Y tener ahora, al cabo de los años, la oportunidad de verlo desde lejos, de asombrarme ante su belleza, y sobre todo de recorrerlo, despacio, saboreando su enormidad, su vieja belleza, su altura y el paisaje de su entorno, resultaba para mí una fantasía lograda. Casi un imposible.
El Golden Gate comunica un extremo de la península en la que se halla San Francisco con el otro extremo del continente. Y con sus ochenta y pico de años permanece impertérrito, rojizo y firme en esa boca que separa la bahía del mar abierto, del enorme Pacífico.
Recorrerlo fue una emoción continuada, intensa e increíble. El paisaje me mantenía absorto, embebido, boquiabierto. Y su altura sobre el mar me permitía la sensación de volar en un enorme buque sin casco que apenas tocaba las aguas heladas con sus dos impresionantes patas de acero.
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