martes, 30 de octubre de 2007

Una grieta fenomenal

El edificio de la Tate Modern, en Londres, es una enormidad. Y es hermoso. Era una planta eléctrica construida para proveer de energía a una ciudad que acababa de salir de la segunda guerra. Hasta que en los 80 fue remplazado y casi abandonado. Años después, en el 2000, se reinaguró como la nueva Tate, en una zona que sobresale por su belleza.

Allí se lleva a cabo, cada año, desde entonces, un evento que se llama Unilever Series, que consiste básicamente en escoger a un artista sobresaliente en el mundo para que haga lo que se le ocurra en la Turbine Hall, el más grande y retador espacio de la Tate Modern, en el primer piso, que tiene más de 160 metros de largo.

La octava persona en ser seleccionada para ello, y la única de América Latina hasta ahora, fue Doris Salcedo, una artista bogotana, profesora de La Nacho, y que ya tiene un prestigio ganado como creadora de instalaciones críticas y memorables. No sé si ustedes recuerdan cuánto se habló de aquella en que cientos de sillas fueron colgadas en un muro exterior del Palacio de Justicia en Bogotá, en el 2005, en memoria de los mártires de la toma y retoma a sangre y fuego del edificio, 20 años antes.


Pues la señora Salcedo hizo en la Tate Modern algo insólito: una hendidura pequeñita en el piso, desde la puerta lateral de la sala, que se va volviendo grieta y que atraviesa la Turbine Hall en toda su extensión y magnitud. Grieta que, al decir de la artista, es un símbolo de la discriminación, de la segregación, del colonialismo, del poder tremebundo que los poderosos del hemisferio norte han ejercido sin medida sobre los subdesarrollados del hermisferio sur.

El suceso, hace ya un mes, fue elocuente. Todos los medios y los expertos y los artistas y los visitantes -que no cesan- tuvieron que ver con "Shibboleth", como se llama la obra, o instalación, mejor, de Doris Salcedo, pues fue la primera, entre los que han pasado por la Turbine Hall, en romper su cimiento y dejar en claro, como quien dice, no solo la prepotencia de los grandes sino también su fragilidad.

Entrar a esta sala, observar la grieta que la recorre, mirar su nacimiento casi imperceptible, caminar su recorrido y verla perderse por debajo de un muro de vidrio, es una experiencia sobrecogedora. Todos los que entran allí tienen algo que ver con la fractura del piso, con su curso zigzagueante, con su profundidad.

Porque esa grieta está precisamente en el piso más al fondo del edificio colosal que es símbolo de las ideas liberales y que se abre de par en par para que los artistas convocados y el público multitudinario que acude cada año, vean, sientan, perciban e interioricen las propuestas críticas -como esta- que van a la cara del primer mundo como una bofetada sutil y aleccionadora.
"Shibboleth" estará en la Tate Modern hasta abril del año entrante.

martes, 23 de octubre de 2007

Las cocinas del infarto

Comer en Londres, depende. Me refiero a los escenarios. A quien tiene la posibilidad, se le abre el abanico. Todo le podrá ser servido. Esta ciudad es el centro de tradiciones centenarias y un encuentro insospechado de culturas. Y así es su cocina. Cocinas de infarto.

Hay casi a la mano cocinas de todo el mundo y fusiones las que se quieran, desde elementales como pollo con sabores indios y papas a la francesa, hasta mezclas elaboradas, de muchas proveniencias, que se han adaptado a las condiciones de los ingredientes y a los gustos de todas partes. Por doquier ve uno sobre todo restaurantes indios y pakistaníes, chinos y japoneses, italianos y españoles, franceses y árabes, tailandeses y del Pacífico sur, norteamericanos y locales que se han vuelto universales. De nunca acabar. Cada sector de la ciudad tiene los suyos, más o menos refinados en su presentación, más o menos diseñados, más o menos costosos. La oferta es impresionante.

Se cuenta de restaurantes de hoteles, como el Ritz o el Rubens, para solo citar dos, cuyo tenedor (sentarse y pedir un plato) vale 500 libras. Dos millones y pico de pesos. No iremos nunca, por supuesto. Muchos otros están a la mano. Montones. Elegantes, modernos, tradicionales, exoticos, refinados, sencillos.

Uno escoge en este universo primero por el bolsillo. Y después por el gusto. Y podría darles una vuelta en años sin repetir sitio. Los presupuestos de una segunda categoría pueden estar de las 100 libras hacia abajo, hasta 40 o 50. Se ven de ataque, porque uno no puede darse un gusto de esos a no ser que lo inviten o que esté muy organizado. Y siguen los más, los que están entre las 10 y las 30 libras. Nubes. Cantidades. Y de todos los colores, sabores, ofertas y presentaciones audaces para captar la atención del transeunte. Porque la mayoría de estos tienen vitrinas a la calle para que uno vea cómo es por dentro el asunto y cómo se ven los platos. Uno pasa y se le vuelve agua la pobre boca.

Vienen los populares, los de combate, los del poncherazo si se quiere. No hay un almuerzo popular, por decirlo así. Cada restaurante de esta clase ofrece su menú, que incluye platos a la carta y una especie de ofertas del día o permanentes, y uno se va definiendo por la plata del bolsillo. Pueden estar entre los 4 y las 10 o las 15 libras. Y aparece una última categoría de populares, generalmente de indios o de árabes, que venden pollo frito con sabores orientales y papitas, o hamburguesas baratas. Entre 2 y 4 libras.

Pero lejos del tema de los precios y de las capacidades del presupuesto, comer aquí es una aventura. Esta ciudad brinda la oportniad de verlo y saborearlo todo, despacio, sabiendo que cada día se puede buscar una experiencia diferente.

Les contaré luego de las comidas caseras. De qué carajos come uno aquí en la casa, cómo son las costumbres en este sentido y cómo es ir al mercado. Les adelanto, como dicen en Colombia, que no se puede ir con hambre. Y menos, sin plata.

jueves, 18 de octubre de 2007

Piel de gallina que llaman


Ustedes no saben lo que me produce el jazz. No saben porque no se lo imaginan. Yo podría pensar en lo que los conmueve, les corre el piso, los hace sentir que los vellos de las manos se van levantando despacio, fríos. Es más o menos así.

Este jazz que oigo ahora, en este instante en mi cuarto de Londres, en el tranquilo Morden, me recorre sin dejar espacios en mi, sin dejarme casi respirar. Escucho una emisora a través de iTunes y no tengo ni idea de quién es este saxo. Quién lo interpreta, quiero decir. Se me parece al mejor de los saxos, para mi, que es aquel íntimo, sin florituras innecesarias, gangoso, no tan perfecto como el de Coltrane o de Getz, no tan sentimental/comercial como el de Papetti.

Quisiera saber quién es este que se acompaña de piano y batería, discretos, allá, como tras el telón, que me hace retirar de la mesa, que me obliga a dejar el computador por unos minutos y me crea la necesidad de escribirles para contarles que estoy bien, que me arrulla esta canción delicada, honda, típica del jazz de los 50, bien cool, que se me deja ir adentro y me vuelve papilla.

Ustedes no saben lo que me produce este jazz, el buen jazz. El que me gusta. El que escucho desde hace tantos años y el que amo.

Ya lo irán sabiendo.

lunes, 15 de octubre de 2007

Correr detrás del tiempo



Clau se va para la U los lunes, martes y miércoles en la tarde. Y generalmente los viernes o los sábados tiene taller. Y llega en la noche. Yo voy por ella a la estación del bus o del tren, pero no precisamente porque la caminada a esa hora, entre 8:30 y 9:30 sea insegura.

Digamos que ella se va y ese es mi tiempo. Es decir, cuando me quedo en casa empieza mi carrera detrás de los compromisos. De lo que me afana. El resto del tiempo es de los dos. Lo compartimos de alguna forma, aunque sea trabajando en casa.

Yo me dedico al computador. Más bien, a hacer distintas cosas. Leo correos, respondo algunos mensajes, hago seguimientos de medios y de páginas que me interesan -asunto inacabable-, busco oportunidades de trabajo en línea o de clases de español (estoy esperando algunas respuestas) y escribo: artículos (vayan a Equinoxio. El link está a la derecha), post para mi blog, le jalo a la novela que debo terminar este año a más tardar -para seguir la otra- y atiendo las obligaciones que se desprenden de mi clase de periodismo de opinión por internet. Así que tengo qué hacer.

Se me va el día volando. Pienso, claro, que el tiempo corre porque esta experiencia es intensa y apasionante; aún nos hace pellizcar, y porque hay muchas cosas pendientes, porque tenemos museos, cines, galerías, calles (sectores enteros), plazas, mercados, parques, bibliotecas, iglesias, edificios famosos, por conocer y disfrutar. Poco a poco. Por ejemplo, el viernes pasado fuimos al sector de Putney, al pié del Támesis, cerca de Chelsea y relativamente cerca del centro, y el sábado fuimos al sector de San Pancrasio (St. Pancras) donde queda la Biblioteca Británica -aunque no entramos- un hospital que parece un enorme centro comercial y la nueva estación super moderna desde donde saldrá el tren para París desde noviembre.

Para casi nada alcanza el día. ¡Uh!

Vivir en Morden



Estamos en Londres aún, no se preocupen. Lo que pasa es que Morden se llama este sector de la ciudad, que a su vez hace parte de Surrey, una especie de área administrativa. Se trata de una zona residencial diversa, en su mayoría conformada por edificios de dos o tres casas, con alturas restringidas, y de distintos estratos. Donde nosotros estamos, toda la calle -que allá sería como una especie de avenida corta- denominada Love Lane, es de estrato medio. Hay algunos edificios más nuevos, de casas y de apartamentos, de más valor y aún, unidades residenciales más exclusivas a las que uno no entra así esté siempre abierto el acceso. No hay porterías.

Morden se distingue por su arquitectura tradicional. De hecho, tiene una gran zona de conservación y de restauración, que resulta intocable por fuera. La gente puede hacer por dentro lo que quiera, pero las fachadas se pueden tocar poco: varían por los colores -hasta hace pocos años eran todos iguales- por los acabados y por las entradas o lo que llaman aquí, los porches. Eso hace que los barrios o los sectores tengan apariencia semejante, hermosa.


La casa nuestra está sobre la calle que mencioné: Love Lane. Su número es el 48. Es la de la mitad en un edificio que se divide en tres casas iguales, con antejardín y patio interior, y es relativamente vieja pero está bien tenida, en general, a pesar de que la han convertido en residencia para alquiler. En la primera planta hay una especie de apartaestudio grandecito, pues unieron la sala y el comedor, pero debe compartir con todos los demás la cocina y el baño. En la segunda planta hay tres cuatros. El nuestro es el más grande y el que tiene mejor ventana a la calle. Da precisamente a la zona verde de la avenida. La cocina queda abajo y el baño arriba.

Este sector de Morden es muy tranquilo. Los carros se sienten, claro, pero más en ciertas horas. La gente circula en la mañana, un poco al medio día y en la tarde. Como en los horarios nuestros -de Colombia-. De resto, la zona es semi campestre, propicia al trabajo y a la meditación. Se escuchan los pájaros y suena el viento. Y se oye bien la música. Es rico para caminar y queda cerca de dos parques grandes, bien grandes, a los que uno puede ir a cualquier hora. Aclaro que aquí los parques son siempre terrenos verdes, con pequeños bosques y zonas destapadas, abiertas, para el disfrute de las personas y los animales. Y seguros. Las paradas de bus que más utilizamos quedan a unas cuatro y a unas seis cuadras, y al pié de la primera se encuentra la estación del tren, Saint Helier.

Ahí sí, las fotos valen más que mis palabras.

lunes, 8 de octubre de 2007

Sol solecito...






El otoño va imponiendo sus reglas. Parece inglés. Cuando llegamos comenzaba a oscurecer a las 7:30 de la tarde y a las 8:00 ya estaba de noche. Hoy, a las 7:00 se va poniendo azul profundo y a las y media ya está oscuro. Un poco parecido sucede con el amanecer. Ahora se demora un poco más, resulta lento. De pronto hay un sol muy temeroso a eso de las 8 de la mañana, si acaso.

Los días se turnan. La semana pasada los tres últimos fueron impresionantes. Los más bellos desde que llegamos. Un sol que parecía ecuatorial, un cielo azul claro rotundo, frío eso sí, que volvía las emisiones de los motores de los aviones una especie de cometa brillante. Y los otros tres, grises, como redondos, como si colocaran sobre la ciudad una enorme cúpula de icopor. Sol a raticos. Sol solecito, caliéntame un poquito.



Estos días han sido así, también. Y los que anuncian el estado del tiempo avisan de dos días de lluvias mas otros dos o tres, el fin de semana, medio soleados. Vamos a ver. Aquí también cambian las condiciones del tiempo antes de que acaben de hablar de ellas.





Pero, aparte de un sol hermoso que hace un recorrido como lateral, lo más llamativo en este sentido es la velocidad de las nubes cuando hay vientos. Corren las benditas. En serio. Yo nunca había visto que las nubes andaran a mil, como a veces se ve en documentales si quieren decirle a uno que ha transcurrido el tiempo.

El frío es igualmente repartido. Por cuotas. Puede hacer frío en la mañana y en la tarde hay que quitarse los sacos. Se trata de un frío helado, que entra por todas partes, que se cuela, que hace mella en las manos, en las orejas, en la cabeza, en los pies si uno no está protegido. Y apenas comenzando el otoño; la ropa de invierno está en el clóset.


Finalmente, los árboles, las enredaderas, ciertas plantas, son la maravilla. Ya los colores les van cambiando. Verdes oscuros, verdes claros, amarillos, rojos. Como de mentiras para los que vimos todo verde siempre.
Otoño... ¡y lo que nos espera!

martes, 2 de octubre de 2007

Casa/cuarto a la orden

Hoy cumplimos cinco días en nuestro cuarto. Ya un cuarto, por fin! Álvaro Ramírez, quien tiene viejas y largas experiencias en esto de vivir en el extranjero, dijo que fue muy rápido. Que tuvimos suerte. Es posible. Pero no podíamos estar mucho más en el hostal de la YMCA que nos salía a precio de hotel de cuatro estrellas en Colombia.



48 Love Lane
Morden
Surrey
SM4 6LP

es la dirección. Un barrio clasemediano hacia el sur, tranquilo, lejos del ruido, que invita al sosiego, a la reflexión, a la escritura quizás. Eso tiene de bueno. Casas iguales: edificios viejos y hermosos en los que hay tres casas de dos pisos, con su arquitectura tradicional, bien cuidadas en general. Love Lane, la calle (el nombre nos viene...), es una pequeña pendiente, una especie de colina que baja hacia la gran planicie en la que está casi toda la ciudad. Tenemos al frente una zona verde amplia y casas semejantes más allá, en una cadena hermosa, sin alturas, sin edificios agresivos.



Vimos el aviso la semana pasada en una tienda de barrio, en las calles del centro de Morden, y llamamos. Contestó un inglés -por el acento- según dijo Claudia, que echó su carreta. Buen precio, en el segundo piso, amplio, amoblado. Eso sí, debíamos compartir la cocina y el baño. Seis personas en estas!

Lo fuimos a mirar. A pesar de lo sucio (el mugre se quita, le dije a Clau) nos gustó. Tiene buenos muebles,clóset amplio, cama doble, buen colchón y una mesita de esas que usaban las señoras de antes para pintarse que nos sirve de escritorio.

Desde ahí escribo, miro el paisaje gris de hoy en la mañana, siento un tris de frío y mantengo los sentidos desplegados como antenas, pues quiero aprehender esta ciudad cuanto antes, tenerla por los cachos, hacerla tierra conquistada. ¡Qué duro! dirán. Pero es que no tengo remedio. No lo tengo porque Clau estudia ya, feliz de la pelota, va y viene de la U, y sabe inglés. Pero yo tengo que estar escuchándolo todo dos veces a ver si entiendo. Pero ahí voy, despacio.

Decidimos tomar el cuarto e hicimos el negocio. Pagamos lo acordado y esa nochecita nos pasamos.




El inglés, que sí lo es pero de familia árabe, preguntó curioso que cuál era nuestro afán. Y Clau le respondió de una: estamos en un hotel. Ah!, dijo. No hay presupuesto -a no ser de rico- que soporte muchos días de hotel en esta ciudad.

Esa misma noche realizamos nuestra primera sesión de aseo. Fue el jueves pasado. Y el cuarto quedó habitable. Poco a poco lo hemos ido organizando para hacerlo nuestro. Ya tiene colgado el reloj-gato que teníamos en Medellín, el calendario de Botero, algunas fotos de familia y obvio, las cosas nuestras andan por ahí, apeñuzcadas.

Este cuarto ya es nuestra casa. Por fortuna. Y la de ustedes.